Hijos de pastores: entre los mitos, la presión y la libertad de ser ellos mismos

Desde que existen iglesias, existen hijos de pastores. Y con ellos, un catálogo de frases célebres que van desde el “¡seguro que es más espiritual que los demás!” hasta el “ah, ¿pero cómo va a portarse así siendo hijo de pastor?”.

Pero… ¿quién dijo que traer ese “título honorífico” te convierte automáticamente en un querubín con vida perfecta?

La realidad es que los hijos de pastores viven en un equilibrio tan delicado como una hoja de boletín de domingo: entre expectativas altísimas, juicios veloces, y a veces, el deseo de gritar “¡yo no pedí esto!”.

Mito n°1: “Son más santos que el resto”

Spoiler: no lo son. Tampoco tienen un chip celestial que los hace madrugar para orar o decir “amén” en todas sus conversaciones.

Son personas. Con dudas, procesos, errores y días en que simplemente… no quieren ir a la reunión de jóvenes.

Y está bien.

Mito n°2: “Deben servir porque sí”

Muchos hijos de pastores han tenido su primer servicio antes de saber leer. Desde sostener el micrófono al predicador papá hasta recibir la ofrenda, pasando por tocar la pandereta sin ritmo (pero con fe).

El problema es cuando el servicio deja de ser una expresión voluntaria para transformarse en una carga silenciosa, solo por “ser hijos de”.
Spoiler 2: no nacieron con ministerio asignado.

Mito n°3: “Son rebeldes porque sí”

También está el otro extremo: la idea de que “todos los hijos de pastores terminan mal”. Como si fuera una especie de maldición generacional.

Pero lo que a veces hay no es rebeldía, sino dolor, presión, o falta de espacio para equivocarse como cualquier otro joven.
No es que se alejan de Dios: se están alejando de una imagen de Dios que nunca eligieron.

El desafío real: ser libres… de verdad

Ser hijo de pastor no debería ser sinónimo de vivir bajo el ojo del huracán. Debería ser, en todo caso, una oportunidad para desarrollar empatía, fe auténtica y libertad interior.

Y sí, también pueden vivir su fe a su ritmo, sin tener que imitar la fe de papá o mamá.

“Ser hijo de pastor me enseñó muchas cosas lindas… y otras que tuve que desaprender”, nos confiesa un joven.
“Aprendí a cuidar de otros, pero también a cuidar de mí”, dice otra.

Con humor, pero en serio

Claro, también hay anécdotas graciosas:

  • El que se quedó dormido debajo del altar.

  • El que usó el aceite de la Santa Cena para freír un huevo.

  • El que jugaba a ser “el anticristo” cuando nadie lo veía (sí, pasó).

Pero detrás de esas historias hay personas reales, que no necesitan ser perfectos ni cumplir con roles preestablecidos, sino ser amados tal como son.

Un cierre con propósito

En un tiempo donde hablamos tanto de salud mental, autenticidad y fe real, quizás sea hora de abrazar también a los hijos de pastores con más empatía, menos juicio, y más gracia.

Porque Dios no los ve como «los que tienen que estar bien», sino como los que Él ama y acompaña… en su propio camino.

(TDMPRODUCCIONES)

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